Colombia, además de tener la guerrilla
más antigua del mundo, conserva el colonialismo eclesiástico más viejo de
América, y quizá es el único país en el que, cuando uno nace, las oportunidades
ya están repartidas.
En este país, sin importar el talento o
la capacitación individual que se tenga, tanto en el gobierno como en la empresa
privada los altos cargos son para las elites sociales. Aquí hay un grupo de
familias que tienen monopolizados los puestos importantes de la presidencia de
la república, de los ministerios públicos, de las altas cortes, de los
generales y altos grados de la fuerza pública, las gobernaciones, las alcaldías
y los contratos de obras importantes en el gobierno. Y, en la empresa privada,
unas pocas familias tienen monopolizados los bancos, la tv y los medios de
comunicación, las fábricas de cerveza, azúcar, cemento, gaseosas y refrescos,
en fin; todo lo que sea mayormente rentable está monopolizado por un pequeño
grupo de multimillonarios.
Según numerosos datos estadísticos, el
10% de los habitantes de este país posee más de 90% de la riqueza de esta
nación y éstos son quienes dirigen, gobiernan y determinan lo que puede y debe
hacer al resto de la población.
Si analizamos a afondo la historia de
esta nación, es fácil darnos cuenta que el manejo de este país no ha cambiado
mucho desde que llegaron los españoles: la Iglesia sigue sometiendo de
conciencia a esta población; la gran mayoría de jueces y gobernantes, si no son
gente de la élite, son títeres de la oligarquía, tal como aquí lo establecieron
España y la Iglesia desde el comienzo de la invasión europea; y, por sobre todo,
vemos que en la justicia colombiana se aplica la ley del embudo a favor de las
élites sociales, que es una vieja fórmula europea con la que siempre ganan las
oligarquías, en detrimento de la población pobre.
Colombia es una nación que su
naturaleza produce una enorme riqueza y, si hubiera un reparto equitativo de
las utilidades que produce este país, hasta la población más pobre podría vivir
al menos en condiciones dignas, pero, por las reglas amañadas de ese mal reparto,
en este país los ricos se apoderan de todas las riquezas nacionales y por eso
cada día éstos son más ricos y más poderoso, mientras que los pobres son cada
vez más pobres y más indefensos, lo cual es un vicio social crónico que en
resumido explicaré en esta Entrada.
Los primeros líderes políticos de este
país heredaron el vicio eclesiástico de ser gobernantes, terratenientes y
bandidos. Tan pronto pudieron se apropiaron de las mejores tierras y poco a
poco fueron monopolizando las actividades más rentables, que al comienzo fueron
la minería, la ganadería, la caña de azúcar y el tabaco, entre otras.
Quizá el ejemplo más directo de cómo
han funcionado nuestros monopolios los tiene el departamento de Córdoba, una
hermosa y rica llanura a los lados de los ríos Sinú y San Jorge en la que están
gran parte de las tierras más fértiles de este país y donde poseen enormes
haciendas, fincas y balnearios los terratenientes más ricos de esta nación.
Córdoba es un
enorme territorio, rico en agricultura y ganadería, que se independizó como
departamento a mediados del siglo pasado. Pero esa independencia departamental
sólo benefició a unas pocas familias de terratenientes que se hicieron dueñas
del manejo del nuevo departamento y empezaron a administrarlo como si fuera una
de sus haciendas pero mucho más rentable que el campo, cosa que, entre esas
familias, para no perder ninguno de los chorros de riquezas que generaba,
produjo endogamia, es decir, que los miembros de esas familias se casaban sólo
entre ellos para no perder el gobierno de ninguna de las dependencias del departamento.
Y todavía, mientras la población rasa de este departamento está entre la gente
menos favorecida de esta nación, unas pocas familias poseen casi todas sus
mejores tierras, se apoderan de las regalías económicas, o sea de las
utilidades públicas o naturales que deberían repartirse entre todos, y eligen o
manejan a su antojo las autoridades y las oficinas gubernamentales de Córdoba.
En Colombia, la causa del surgimiento
guerrillero fue la injusticia social campesina. Cuando en este país surgió el
primer movimiento guerrillero, esta nación dependía casi de su agricultura y
unos pocos terratenientes tenían casi esclavizada a la población campesina. Por
las injusticias sociales con los campesinos fue que surgieron las FARC, la
organización guerrillera más antigua del mundo, y por otras injusticias
sociales se organizaron otros movimientos guerrilleros, entre estos el Ejército
de Liberación Nacional, ELN, que aún existe, y otros que han desaparecido.
Las organizaciones guerrilleras, poco a
poco fueron tomando fuerza hasta que, por sus secuestros y extorciones, se
convirtieron en un gran problema para la clase dominante, e inclusive para los
mismos campesinos y para la gente del común que, por efectos colaterales, en
muchos casos resultó hasta más perjudicada que los involucrados en el conflicto,
como, entre las tantas injusticias internas que generaron, lo fueron los
secuestros o asesinatos de miembros de la Fuerza Pública y el fusilamiento
interno de guerrilleros, individuos estos que no eran determinantes de ninguna
injusticia social sino víctimas rasas de las injusticias elitistas que el
movimiento guerrillero combatía.
Las Autodefensas Campesinas de
Colombia, AUC, surgieron de un acuerdo entre militares, terratenientes,
empresarios y numerosas entidades gubernamentales, y fueron formadas con el
propósito de derrotar a la entonces casi invencible guerrilla que en esa época
ya carecía de sensibilidad humana y, para hacerse sentir, con pipetas de gas
atacaba y masacraba pueblos humildes indefensos, a la vez que con acciones
terroristas aislaba territorios y cometía indiscriminadamente toda clase de
asesinatos.
Los desproporcionados delitos y abusos
de las FARC le abrieron apoyo popular a las AUC, y, en poco tiempo, mediante un
enorme apoyo militar, gubernamental y empresarial casi que consiguen su
objetivo bélico, pero perdieron el control de sus acciones y se convirtieron en
la organización narco criminal más poderosa de este continente y provocaron el
mayor desplazamiento de campesinos del mundo moderno.
En el mundo entero, mucha gente ha oído
hablar de los desplazamientos de campesinos que provocaron los paramilitares,
pero son pocas las personas que saben cómo fue que ocurrió ese fenómeno, y creo
que vale la pena contarles cómo fue que se ejecutaron esas injusticias. En
resumen, las cosas ocurrieron así:
Con el apoyo de varios comandantes
militares y con el aporte económico de numerosos finqueros, quienes a la vez
eran dirigentes políticos y empresarios, se inició la creación de un grupo
armado, cuya misión era defender a sus patrones, a la vez que apoyar a los
militares en contra de la guerrilla. El grupo armado, además de criminales
expertos, en sus filas contenía gente nativa de cada lugar de donde actuaba, a
la que le quedaba fácil identificar a los forasteros, así como a los miembros
de la guerrilla y a quienes la apoyaban, y, por eso, desde su inicio este grupo
era mucho más eficiente que el ejército en la persecución y eliminación
guerrillera.
Los desde entonces llamados ‘Paracos’ no
detenían a los guerrilleros sino que sus numerosos grupos de sicarios los
buscaban y los asesinaban en el lugar donde los encontraran, y, además, cuando
sus tropas no eran suficientes para atacar a una base grande de la guerrilla,
contaban con el apoyo militar del ejército nacional, por lo cual las victorias
paramilitares fueron contundentes, seguidas y numerosas.
Cuando las AUC eliminaron o desplazaron
a la guerrilla del territorio nacional de los terratenientes, los ‘patrones’ de
los paramilitares se convirtieron en la única autoridad territorial del área
disputada, y, a nivel nacional, los
jefes de los ‘paracos’ se convirtieron en jefes de las dependencias del
gobierno; entre otras cosas, en gran parte de Colombia ellos decidían quién
podía ser candidato al congreso, a las gobernaciones, asambleas, concejos;
nombraban a dedo a los rectores de las universidades, controlaban los
tribunales de justicia, los contratos de obras públicas, en fin; los jefes de
los ‘paracos’ se tomaron como propias y manejaban y negociaban a su antojo las
entidades gubernamentales, cosa que es una copia exacta del viejo modo de
gobierno eclesiástico.
Rodeadas por las enormes haciendas de
los terratenientes, siempre ha habido pequeñas parcelas de gente pobre que
jamás quiso venderlas, y varios caseríos que habían surgido de predios
pequeños, lugares que para los terratenientes eran lunares incómodos pero que
nunca había sido posible eliminar.
Cuando las AUC eliminaron o desplazaron
a la guerrilla, los ‘patrones’, que ya eran la única ley territorial,
utilizaron a su grupo armado para apropiarse de las parcelas y acabar con los,
para ellos, incómodos caseríos. El modo que usaron fue muy sencillo; un grupo
numeroso de hombres armados llegaba a las parcelas y les informaba a sus dueños
que tenían una semana para vender sus propiedades o si no que se atuvieran a
las consecuencias.
Esas amenazas, igual que las de los
inquisidores eclesiásticos, eran en serio y fueron las que produjeron el enorme
desplazamiento de campesinos, pues, si se quería conservar la vida, había que
firmar lo que ellos quisieran y aceptar el irrisorio precio que pagaban por las
ancestrales parcelas e irse bien lejos de esos lugares, y no hacer demanda
porque hacerla era firmar la pena de muerte. Y para eliminar los caseríos
hacían una masacre y quemaban las casas; y cuando se trataba de poblaciones
grandes, para apoderarse de sus negocios, mataban a los comerciantes más
importantes y, si les era necesario, a los líderes locales, para apoderarse
ellos de todo el manejo de la población, y también asesinaban a los distribuidores
de narcóticos, para reemplazarlos con sus propios vendedores.
La Iglesia siempre es aliada del lado
vencedor, en este caso no fue la excepción, el obispo de Montería ignoró el clamor
y el sufrimiento de los campesinos desplazados, apoyó las acciones de los
paramilitares y, por la actitud de monseñor Vidal, los eclesiásticos fueron los
únicos que resultaron ilesos en este conflicto. Ahora, la guerra interna está
en un proceso de mutación, y nadie sabe si se darán las condiciones sociales
para que se acabe o si las causas de siempre la reactivarán con más dureza.
En la actualidad, en Colombia hay tres
grandes carteles que manejan la Justicia. El cartel más importante lo ejerce el
gobierno, siempre aplicando la justicia con la mencionada ley del embudo; y en
gran parte de la nación, un segundo y poderoso cartel de Justicia es manejado por
un grupo de narco terroristas, que surgió de las estructuras paramilitares pero
que ahora, en algunos lugares, es aliado de las guerrillas, es decir, de sus
antiguos enemigos militares, y que ejerce la justicia al antiguo modo
eclesiástico, o sea matando y apoderándose de lo dejado por el muerto. El
tercer cartel de la justicia colombiana lo manejan los grupos guerrilleros, con
una aplicación de justicia al viejo modo leninista, o sea que el pueblo es del
Estado y sus líderes, a perpetuidad, además de la ley son amos y señores de
todas las cosas.
El modo como se ejerce la Justicia en
Colombia es la causa para que en este país haya la mayor desigualdad social de
América. Estamos en un proceso de paz, pero, sin corregir los males que han
generado este conflicto, es imposible una paz verdadera en esta nación, es
decir: para que podamos tener paz, es indispensable que las élites sociales de
esta nación cambien su actitud en lo social y en el ejercicio de la Justicia,
cosa que, si ocurriera, nos beneficiaría a todos los colombianos.
Hace poco, por la presión interna de la
Corte, renunció el magistrado Ivan Velázquez, el funcionario que investigaba a un
numeroso grupo de congresistas corruptos y quien le dijo a la prensa que la
fallida reforma a la justicia buscaba afectar los procesos que hay en contra de
altos funcionarios y políticos nacionales, y que las estructuras criminales que
hay en el país en las que los congresistas son solo uno de los engranajes,
siguen intactas. Eso quiere decir que nuestra justicia está manejada por una
mafia que aplica la ley del embudo y que con las cosas así será imposible que
en nuestro país haya la paz que todos anhelamos que surja de los pactos con la
FARC.
Muchos que no entienden de este asunto
se preguntarán: ¿Y cómo debería ser la justicia en este país para que hubiera
paz?
Esa respuesta la dio el escritor José
Saramago en un congreso de Derechos Humanos y Justicia, cuya parte esencial
transcribo a continuación:
“Estaban los habitantes en sus casas o
trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando
de súbito se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos
(hablamos de algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces
a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero
aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente,
puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de
fallecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños,
dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados
en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían
llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló.
Instantes después se abrió la puerta y un campesino apareció en el umbral.
Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se
comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y
quién era el muerto. “El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la
campana”, fue la respuesta del campesino. “Pero, entonces, ¿no ha muerto
nadie?”, replicaron los vecinos, y el campesino respondió: “Nadie que tuviese
nombre y materia de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque la
Justicia está muerta”.
¿Qué había sucedido? Estaba ocurriendo que el
rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía
tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos
en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El
perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y
finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la
justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado,
decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para
quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que
su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las
campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas
ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de
la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que
volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las
fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que
despertar al mundo adormecido...
No se sabe lo que sucedió después, no sé si el
brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su
sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron
resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los
días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo… Pero ésta no ha
sido la última vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una
inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la muerte de seres
humanos, lloró la muerte de la Justicia. Por resignación de los maltratados,
quizá nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido en la aldea de
Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo,
en este instante en que les hablo o en el que lean este escrito, lejos o aquí
al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando. Cada vez que
muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían
confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos
derecho a esperar de la Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se
envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica
judicial. No la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de
la balanza; tampoco la de la espada que siempre corta más hacia un lado que
hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los
hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y
riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la
felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del
cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos
los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese
emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se
manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano.”
Con la anterior ilustración,
es fácil entender que una Justicia imparcial, en vez de la ley del embudo, es lo
que más necesitamos los colombianos para poder vivir en paz.
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Eduardo David:Colombia nos ha dado nada menos que un GABRIEL GARCIA MARQUEZ.Un NADIN OSPINA y tantos otros grandes ARTISTAS de nuestra América, reconocidos a nivel mundial.No es por casualidad que ellos han nacido en esa bella, bellísima tierra.Nombro Colombia y se me cruzan los aromas de café, de flores hondamente perfumadas, que son una identidad colombiana.Mas allá de cuanto tu señalas, tienes la gloria de vivir en una tierra privilegiada por su música y su gente. Cordiales saludos.
ResponderEliminarCordial saludo Beatriz Basenji.
ResponderEliminarLo cierto es que casi toda la población colombiana es gente buena y servicial y que son unas pocas 'ovejas negras' las que dañan la calidad de vida y la imagen de nuestro país.